
Para Gonzalo y Beatriz,
ideadores de esta tradición mágica.
Raquel Esteban
Cuando sale del metro, el contraste entre la luz artificial del interior de los interminables pasillos y la claridad del exterior, le deslumbra. Durante unos segundos, se detiene mientras se le acomodan las pupilas. La Gran Vía, se abre imponente ante él, como esa arteria principal que siempre palpita repleta de vida.
En esa época del invierno, la muchedumbre se agolpa ya en la Plaza de Callao, impregnada por el olor a castañas asadas y bajo la atenta mirada de los carteles luminosos que, desde los altos edificios, vigilan, al igual que las gárgolas, a la multitud de transeúntes. Pasado y presente, tradición y modernidad, conviviendo con el paso del tiempo y de las generaciones.
Impone ese Madrid de pisos altos, grandes centros comerciales y enormes avenidas repletas, tras las que se esconden pequeños pasajes, con comercios casi escondidos y vidas anónimas. Pero eso es Madrid, un lugar donde todo cabe.
Emprende el paso, sin prisa, a la derecha, en dirección a la Calle Alcalá. Es un ritual repetido. Conoce cada cruce pero, si mira arriba, siempre descubre algún nuevo detalle y, frente a él, nuevos locales, negocios. Es una ciudad que se reinventa de manera constante.
Como si fuera la primera vez, le deslumbra la majestuosidad del edificio de telefónica, ahí desde siempre, como la mayoría de ellos; ahora habitados por nuevos inquilinos en forma de maniquís transgresores exhibiendo las últimas tendencias.
Es inevitable el recuerdo de otra imagen diferente, en otra época, en la que la Gran Vía aglutinaba salas de cine de películas de estreno. Hoy, mantienen su existencia bellos teatros más o menos restaurados con sus terciopelos rojos, sus lámparas de araña y ese olor a humedad envolvente, que todavía atrapan el interés de aquellos que buscan perderse unas horas gracias a la magia de una ficción que deja la realidad fuera del patio de butacas.
Solo un poco más adelante, llega a La Casa del Libro. Pervive también, como cementerio vivo de millones de historias en silencio, a la espera de ser resucitadas, con la expectativa de tomar forma bajo la interpretación de un nuevo lector que tenga en consideración la elección de una en particular, de entre todas.
Cuando atraviesas esas puertas correderas, aceptas la invitación de entrada a un mundo paralelo donde sería fácil caer en la tentación de permanencia eterna. Un brillo especial se apodera de ti, el silencio de la concentración solo interrumpido por algunos murmullos, un entramado de pasillos organizados cual ciudad diseñada por el arquitecto más perfeccionista. Cada cosa en su lugar, cada sección en su espacio.
Y le vuelve esa misma sensación en el estómago, similar a la que experimenta el hambriento frente a la tentadora visión de una buena comida que, por el olor característico, despierta los instintos.
Como cada año, tiene una idea preconcebida, un mundo ideal para cada destinatario, una lista ya confeccionada con los títulos elegidos. Pero de todos modos le gusta ese consejo experto, la escucha de esa crítica literaria que le recomienda la obra más acertada para los que, gracias a esos libros, emprenderán el viaje. Le da la oportunidad del intercambio de impresiones, del enriquecimiento mutuo, y es la excusa para que en el pedido se cuele siempre algo más, de inicio inesperado, que será para el deleite personal.
Requiere un esfuerzo y un conocimiento profundo de la persona objeto de la selección: edad, gustos, extensión, estilo… Requiere también memoria, pues la repetición arruinaría el efecto deseado.
Acaricia los lomos, las páginas, los grabados de los textos. Se pierde entre las ilustraciones. Y, tras la búsqueda entre los candidatos, llega el momento más difícil: el juicio por el que se apoderará de algunos y desechará los otros.
Con sumo cuidado, ocupan su lugar en las bolsas, ya envueltos pero identificados.
El viaje de regreso es más pesado, pero con la levedad del propósito cumplido. Un año más, la ilusión anticipada alimenta su espíritu.
Camina pues, con una sonrisa. No vuelve sobre sus pasos. Prefiere continuar su paseo por esa calle testigo de la historia del Madrid antiguo y tomar un café, como siempre, en el precioso salón del Círculo de Bellas Artes, mientras hojea el periódico, con la bolsa de tesoros adquiridos sobre la silla a su lado.
En una ciudad tan versátil y mutable, salvo la piedra, nada permanece inmóvil y siempre hay nuevas caras, miradas, matices.
A la hora habitual, tomará el metro ya en Banco de España. El mejor escenario de fin de fiesta, con La Cibeles como testigo permanente, a los pies del grandioso edificio de Correos y con la puerta de Alcalá al fondo, redondeando la perfección de la escena.
Llegará a casa y ella lo tendrá todo preparado: cada plato en su lugar, el mantel de lino, las copas brillantes, la cubertería que solo se usa en esas fechas especiales. Un olor a asado, mariscos y mermeladas habrá impregnado los ambientes.
Nunca dejó desatendido ningún detalle. Junto a cada plato, un espacio, que ocupará cada pequeño paquete envuelto. Hace años eran menos, pero ha crecido la vida y el número de comensales, lo que otorga aún más emoción.
Mira el reloj y comprueba que aún tienen tiempo para sentarse y tomar una primera copa de vino, cómplices de una tradición conocida pero a la vez siempre sorprendente.
En apenas una horas, la casa familiar, ahora con una tranquilidad solo interrumpida por el sonido de una ópera, se llenará de risas y anécdotas, recuerdos y proyectos. Todos llegarán sabiendo que esa noche volverán a casa con un viaje pendiente, ese al que les trasladarán las páginas de ese libro tan cuidadosamente elegido para ellos por ese esposo, padre y abuelo que, como cada año, les regalará en nochebuena.
Nada más valioso hay que el tiempo dedicado a esa selección personalizada, que a su vez le regalará a cada lector esos momentos para el disfrute del milagro oculto entre las líneas.