Lucia

Eran las cinco y media de la tarde de una 16 de febrero cuando ocurrió el milagro.

Asomando la manita antes incluso de dejarse ver, Lucía llegó a este mundo…

Con los ojos bien abiertos, la piel blanca y resplandeciente, Lucía respiró, llenó sus pulmones del aire de la vida, y lloró.

Lloró con todas sus fuerzas para dar la bienvenida, dejando claro que venía para hacerse notar.

Lucía de Andalucía, por la alegría de vivir…

Lucía de luz, de lucero del alba, de guía…

Lucía, simplemente tú, tan pequeña, tan querida…

Fuera hacía frío, y buscaba el cobijo y el refugio de la piel de su madre, el olor conocido del único hogar habitado.

El único hasta que fue descubriendo y reconociendo su nuevo entorno, su habitación decorada con osos amarillos, su muñeco cálido tierno y suave, las luces proyectadas, con suave melodía, para dormirse en la noche, acompañadas de la voz de las nanas de su madre, durmiendo en su regazo cuando el sueño vencía pero constaba dejarse llevar por su sosiego…

Y así pasaron los días, las semanas, los meses…, que fueron dejando paso a sus sonrisas, carcajadas, gorgoritos, primeras palabras, primeros pasos, titubeantes, miedosos, indecisos…

Pronto se dejó entrever que Lucía era diferente, especial…

Sensible en extremo, lloraba si en los dibujos animados algún protagonista sufría una caída.

Intuitiva y observadora, unía las manos de sus padres cuando de algún modo percibía disgusto en sus miradas.

Arrancando sonrisas y ternura en todos los que la rodearan…

Le costó aterrizar en un mundo que avanzaba a un ritmo demasiado rápido. Ella, sin prisas, ansiaba más tiempo, para avanzar despacio, para disfrutar del recorrido, pero el ritmo no siempre permite las pausas.

No fue fácil el camino, a veces se sintió o la hicieron sentir torpe, comparada con otras destrezas más evidentes a simple vista…

Pero lo que tal vez no sabían, era que todo lo que constaba mostrar fuera, era porque su energía la estaba haciendo crecer por dentro. Era ahí, en su interior, donde se gestaba  un optimismo creciente, una ilusión siempre desbordante, alimentada por una inocencia pura, la única capaz de vencer las más terribles batallas, derrotar dragones, malvados y monstruos, para repoblar los sueños siempre de valles y flores, de mil colores…

Y así fue como, siempre de frente, superó cada muro, cada montaña, cada obstáculo…, creyendo en sí misma, esforzándose en el empeño, “superando sus propios miedos”, como ella misma se decía.

Porque la meta no era el final, sino avanzar cada paso. Eso es lo que Lucía vino a enseñar a este mundo, su verdadera misión en esta vida…

Dieciséis años han pasado desde aquel 16 de febrero y hoy bella, alta y grande, por dentro y por fuera, e irradiando toda esa luz que la caracteriza, iluminada también por sus estrellas del cielo, camina firme a recoger el reconocimiento de todo ese esfuerzo de estos años. El primer premio alcanzado, de tantos otros que vendrán.

El orgullo más grande para todos los que tienen el lujo de tenerla en su camino…

Lucía, si algo te puedo desear de corazón, yo, que fui solo el medio para traerte hasta aquí, tu madre, a ti, que has siso y eres un regalo, es que no cambies nunca.

No dejes que las angustias, los miedos, las inseguridades y las envidias, te roben tu magia, porque esa misma magia de sacerdotisa sabia que tienes es la que hace falta para sacar adelante nuestro mundo, nuestras vidas, para aprender a ser mejores personas….

 

No, no viniste para aprender, viniste para enseñar.

Gracias por todo lo que hemos aprendido y aprendemos a tu lado…

Que la vida nos permita aún mucho más por compartir.

Te quiero, con admiración, con locura, con respeto. Te quiero libre, te quiero feliz, te quiero fuerte… Te quiero.

Con todo mi amor…

Tu madre.

3/06/2022

(Graduación 4º ESO)

 

MI ABUELO TOMÁS ES LO MÁS

Hace dos años perdimos a mi madre, abuela de mis hijas, por Covid.

Ocho años antes, nos había dejado mi padre.

Una pandemia inesperada, nos alejó y apartó de nuestros amigos y familiares, entre ellos nuestros abuelos, cuyo máximo aliciente y motivación suele ser justo ese tiempo compartido, cuando lo que escasea ya es el tiempo.

Todo ello combinado dio como resultado mucho aislamiento y soledad, y me impulsó a redactar y poner en valor, con este nuevo cuento, aquellos aspectos más enriquecedores de esa relación intergeneracional entre abuelos y nietos.

La vida es cíclica, y al final, cuando los mayores dejan de tener prisas ante un tiempo menguante, se reencuentran con la ilusión desbordante de los niños, a los que el paso del tiempo tampoco les preocupa. Se combina de nuevo la inocencia, el disfrute por las pequeñas cosas, la necesidad de contar, compartir…

A lo largo de la vida, los que nos cuidaban de niños, eran cuidados cuando llegaban a ser ancianos, completando ese círculo de cuidado mutuo.

Las exigencias de nuestro día a día dificultan la cadena de cuidados, planteando otras opciones para afrontar estos nuevos retos.

Pero…, en cualquier caso, la experiencia del paso de los años por este mundo nuestro, y el aprendizaje de la propia vida, hacen que compartir tiempo con nuestros mayores sea emprender un enriquecedor viaje vital, histórico, aventurero y emocionante.

Escuché en una conferencia una vez, de labios de una sabia mujer, que «no nos hacemos mayores, sino que nos llega la tarde».

Que este otoño de nuestras vidas, sea un bonito y sereno paseo compartido.

Dice Dani en el cuento » Mi abuelo Tomás es lo más «, que en su casa escucha que el abuelo Tomás chochea, que ya no hace las cosas igual que antes, que se le olvidan algunas… Y aunque Dani no acaba de entender muy bien qué es eso de chochear, a él le parece que no debe de ser tan tan malo, porque con su abuelo él se lo pasa genial…y es porque su abuelo Tomás es…¡lo más!!

http://www.plateroeditorial.es

El último viaje

Relato ganador del III Concurso literario de Humanización de la asistencia literaria del Hospital de Getafe «La vida después del Covid».

El último viaje

Demasiado tráfico en la carretera para ser un fin de semana normal, no festivo… Y, desde luego, demasiado para un viaje que no habría querido tener que hacer. O no de esta manera, ni con esta finalidad…

—Lo hemos hecho tantas veces…,¿verdad?— digo en voz alta mirando hacia tu asiento.

Yo lo recuerdo desde que tengo memoria, cuando cada verano, siendo tan solo una niña, eras tú el que conducía mientras yo descansaba estirada en el asiento de atrás. En aquel entonces no había cinturones de seguridad, ni era obligatorio que los niños viajaran en asientos especiales.

Mamá y tú hablabais de cualquier cosa y yo me iba adormilando con el sonido de vuestras voces.

Todos los veranos el mismo ritual, el mismo camino…

Te gustaba salir casi de noche.

—Por no coger caravana— decías— y porque así no viajamos con tanto calor.

En aquel momento me fastidiaba tener que madrugar tanto y me levantaba a regañadientes. Ahora, sin embargo, te entiendo, como con tantas otras cosas…

La primera parte del camino, las primeras dos horas, yo solía pasarlas durmiendo. Y así, casi sin darme cuenta, llegábamos al área de servicio del kilómetro 212. Era lo que más me gustaba del viaje. Encontrarnos allí con tantas otras personas, familias  que, como nosotros, emprendían su viaje. Eran desconocidos con los que, sin embargo, compartías algún nexo común: la ilusión del inicio de las vacaciones, los reencuentros con familia y amigos…

Me encantaba por todo ese espectáculo de caras nuevas, y también por el desayuno: cacao caliente con algún bollo. En realidad, nada especial que no puedas hacer cualquier otro día en cualquier cafetería cercana, pero para mí, sí lo era.

Ya sabes que sigo parando en el mismo sitio, aunque el área haya ido cambiando con el paso del tiempo. Ahora es más grande y es un autoservicio. Ya no te sirven los camareros en la mesa como antes. Ahora recoges tú mismo y pagas lo que quieres tomar, tras hacer una cola que suele ser  lenta y larga.

Después de esa parada, yo ya sabía que nos quedaban dos horas más para llegar. A partir de ahí ya no me dormía y mamá trataba a toda costa de mantenerme entretenida con tal de evitar que acabara mareándome, que era lo más habitual en mí. Y por eso leíamos todas las señales de tráfico que veíamos o intentábamos adivinar el color y modelo de los coches con los que nos cruzábamos en la carretera.

Cuando ya estábamos cerca de Valencia, siempre abría la ventanilla porque ya se percibía el olor húmedo y salubre del mar.

Fueron muy buenos aquellos veranos, sin horarios, recogiendo naranjas directamente de los campos que había justo a la espalda de nuestro apartamento, o bajando temprano a la playa en el momento en que llegaban las barcas de pescadores a la orilla, con la pesca de esa madrugada.

—¿Te acuerdas de aquella mañana en la que me dieron ese caballito de mar?

Yo nunca había visto ninguno y lo cogí con una mezcla de miedo y algo de asco, con las manos ahuecadas, como si a la vez no quisiera tocarlo y un mueca de desconfianza, pero pudo más la curiosidad al recelo. Era tan pequeño… Abría y cerraba su diminuta boca en forma de trompeta.

—Se va morir— me dijiste.

Y sí, lo arrojé de nuevo al mar, a su lugar.

He continuado viniendo casi cada año.

La última vez que vinimos los tres juntos  debió ser cuando cambiamos los muebles ¿no? Hará cinco años, tal vez cuatro. No estoy segura… Pero fue antes de que… mamá nos dejara.

Luego ya no quisiste venir. Supongo que te resultaba demasiado doloroso volver aquí sin ella…

Yo trataba de convencerte para que volvieras de nuevo, pero entonces fue cuando empezó todo esto, este caos, las noticias, el confinamiento…

Tú elegiste quedarte en tu casa en vez de venir con nosotros. Es verdad que pensábamos, por esa extraña razón que nos hace creernos al margen de determinadas cosas, que no nos afectaría directamente…

En esos primeros días sin salir a la calle, recuerdo que dijiste que en la playa lo habríamos llevado mucho mejor, pero no podíamos venir, claro…

Y poco después fue cuando empezaste a encontrarte mal…

Mira que te había dicho que no salieras de casa, que nosotros te llevaríamos cualquier cosa que necesitaras a la puerta, que era peligroso y que por eso nos recomendaban salir solo lo imprescindible…

Pero supongo que nunca fuiste tú de acatar fácilmente prohibiciones impuestas, y menos ante enemigos invisibles. Encerrado, te faltaba el aire. Eso te había pasado siempre.

Ya lo decía  mamá, que cada vez que te ibas de viaje por ahí porque te enviaba la empresa, la tenías preocupada  porque no había ni una sola vez que no acabaras metiéndote en los rincones más perdidos de cada ciudad, “para conocer la esencia de cada lugar” decías.

Y tú volvías tan contento, claro, contando mil aventuras, cómo te habías perdido y quién te había ayudado a volver, aquella vez que te robaron…

—¡No vas a parar hasta que te pase algo, ya verás!— te decía mamá cuando volvías—. Al final nos llaman un día de estos para decirnos algo terrible. ¡Y lo peor es que parece que te da igual!

Y no te daba igual, claro, pero es que tenías mucha suerte… Solo que la suerte no dura siempre y esta última vez no te acompañó. Esta vez sí caíste enfermo.

En tres días dieron el resultado positivo del test, lo que confirmaba que te habías infectado. No supimos dónde ni de quién, pero daba igual al fin y al cabo. Con una tos casi constante que ya te hacía difícil respirar, y con fiebre. Por eso decidieron que había que trasladarte al hospital. Cuando llegó la ambulancia me comentaron con preocupación que era mejor intubarte y trasladarte en UVI móvil. Esa fue la última vez que te vi…

Y solo una semana después recibimos aquella  llamada para comunicarnos que te habías ido, para siempre… Aún recuerdo, como si acabara de ocurrir, esa sensación dolorosa de mi propio corazón como si se detuviera de pronto, esa falta de aire, la pérdida de fuerza en las piernas, sentir que te desmoronas como una marioneta a la que dejan de tensar las cuerdas que la sujetan… La angustia e impotencia de quien daba la noticia al otro lado, sin saber qué más decir.

Me enfadé mucho contigo, ¿sabes? Por ese egoísmo tuyo de decidir por tu cuenta. Por no haberme hecho caso. Por no haber podido estar, ni coger tu mano, ni decirte adiós…Lloré intentando que toda esa rabia saliera junto a esas lágrimas que quemaban mi piel. Hasta quedar con los ojos enrojecidos, hinchados y los brazos tensos con los puños entumecidos, como apretando esa vida tuya, que nos había arrancado un virus, de golpe.

Y después, el vacío. En agujero de  la oscuridad de tus últimos momentos, desconocidos para siempre. Un vacío que he intentado e intento rellenar con cosas, con vivencias, con recuerdos… Aún no lo he conseguido. Tal vez después de este viaje… Porque aquí estamos. Yo conduciendo y tú, o lo que queda de ti en esa pequeña urna, sobre el asiento a mi lado, cumpliendo esta vez  tu último deseo. O eso me dijo aquella enfermera, cuando me entregó en una bolsa tu ropa, tu reloj y esa nota… Quiso dármelo ella misma. Tratar de hacerme llegar algo de la cercanía que yo o había podido ofrecerte.

—Ya apenas podía hablar, y fue poco antes de que… perdiera la conciencia. Pero él sabía que ya había llegado el final, creo— me dijo—. Y aunque me costó entenderle, alcancé a escuchar algunas palabras. Y las apunté en esta servilleta. Fue lo primero que encontré a mano. Creí que le gustaría saberlo…

“Perdóname… por irme así…

Llévame al mar, a nuestra playa…a encontrar a tu madre…

Allí nos encontraremos…”

Y ahí te llevo papá, a nuestra playa, a tu mar… Ahí te llevo en esta urna, a mi lado,  sin creerme todavía que todo tú, ocupes ya… tan poco.

Te llevo para dejarte descansar, para que tu alma nade con los peces, para que lo que queda de ti, repose entre los granos de arena, para que te fundas en el horizonte con el cielo y para que en ese infinito, encuentres a mamá… Tal vez aquí, yo siempre pueda volver a buscaros, ahora que ya no os tengo pero que tanta falta me hacéis. Imaginando vuestro abrazo en cada caricia del agua en mi piel, cada vez que me sumerja en la inmensidad de nuestro mar.

A lo mejor después de este viaje, pueda regresar y llenar los pulmones de aire y continuar con una vida, que se detuvo hace un año, cuando de este modo tan inhumano, te marchaste.

¿La vida después de esta pandemia? Me lo preguntan a veces…

Todo volverá a la normalidad. Volveremos a hacer las mismas cosas, tendremos los mismos y nuevos problemas, reiremos y lloraremos… Se recordarán las fechas, pero se olvidarán los nombres, las caras… Yo sin embargo, no olvidaré. Aquella enfermera, seguro que tampoco.

 Para mí, nada volverá a ser igual. Como un amputado, que pierde parte de sí, seccionado. Y una prótesis tratará de lograr devolvernos la capacidad de levantarse y andar de nuevo. No igual, no con la misma seguridad ni firmeza, pero andar.

—Y andaré, te lo prometo— digo mirando de nuevo hacia esa pequeña urna gris metalizada a mi lado, con la mirada nublada por las lágrimas— porque te lo debo. Tú que me llevaste de la mano en mis primeros pasos, que me enseñaste a montar en bici y a nadar… Tú que caminaste tanto en tu vida. Andaré por mí, y por ti y por mamá. Hasta que al final de mi camino, cuando sea, volvamos a encontrarnos…

(Raquel Esteban Hernández. Diciembre de 2021)

El Viaje de Anamú

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«-¿Qué riquezas quieren otros papá? Si lo que nos hace ricos y nos alimenta y nos viste, que es el bosque, es de todos..

Así debería ser , Anamú, pero por desgracia no lo es. Algún día lo entenderás.

Anamú no lo entiende, a pesar de que esos ataques y robos hace una año le llevaron lejos, muy lejos.

Pero aún así, Anamú se durmió soñando con que era jugador de futbol en un gran estadio. Jugaba con camiseta amarilla, pantalones verdes y zapatillas de deporte de esas con cordones de verdad y tacos de hiero que se agarran a un campo de hierba. Y sonreía dormido, ajeno a esos peligros que él esconocía. Ajeno a otras cosas que él, en mitad del sueño, no podía ni imaginar…«

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Cubierta de «El viaje de Anamú»

¿Qué hacer cuando las circunstancias obligan a que tengas que apartarte de tu casa, de tu familia, de tus amigos, incluso cuando no quieres hacerlo?

¿Y si en el lugar al que debes ir, además, tampoco vas a ser bien recibido?

A veces ocurre que lo que percibimos como diferente y desconocido nos genera rechazo por miedo, desconocimiento o por sentirnos amenazados.

Pero lo que no siempre sabemos es que, tras esas diferencias, tal vez haya más cosas en común de lo que habríamos imaginado.

Tal vez compartir no nos haga perder, sino ganar…

Tal vez ser diferentes logre que juntos, seamos mejores, más completos…

«El viaje de Anamú» no es solo un viaje de un lugar a otro, sino que es un viaje al interior de nosotros mismos, para llevarnos a descubrir qué sentimos y por qué. Un viaje a las emociones y sentimientos con los que nos enfrentamos en el día a día. Un viaje de aceptación y adaptación a lo diferente. Un tránsito de la frustración y el rechazo, a la tolerancia y la empatía.

Autora: Raquel Esteban Hernández

Ilustraciones: Fernando Guerrero Pinto

Editorial: Platero Coolbooks (www.editorialplatero.com)

Amor al desnudo

¿Y si pudiéramos mirar al amor de frente? ¿Y si pudiéramos despojarlo de capas y capas superficiales, de adornos innecesarios, para llegar a su misma esencia? ¿Qué encontraríamos en el amor más profundo, en nuestros verdaderos motivos como motor que nos lleva a compartir camino, tiempo y vida con alguien más?

Tal vez de miedo mirar adentro, por temor a que lo que encontremos no sea tan coincidente con lo que nos repetimos mentalmente que debería ser, o cómo debería ser. Las posibilidades, como las propias personas, son infinitas…

Pero algunas veces, entre esas infinitas posibilidades, se cruzan dos personas que descubren que el hilo invisible que puede unirles no les ata, sino que les hace volar más alto, descubrir nuevos mundos en compañía el uno del otro…

Ese amor es generoso, es altruísta, es creativo, constructivo… A veces duele, como la mayoría de todas las cosas de este mundo que nos entusiasman tanto, que las consumimos sin dosificarlas, insaciables y empachados de pura felicidad. Pero es ese dolor de la plenitud. Daños colaterales de las mejores cosas, que luego se asientan, y te devuelven a una calma sosegada, para que poco a poco vayas aprendiendo a degustarlas poco a poco, con mimo y sin atracones. Y a partir de ahí, en ese tipo de amor, no sería cuando éste se acaba, sino cuando comenzaría lo mejor del resto del camino.

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«Hoy te vi, y de manera natural volví a sonreír nervioso y emocionado, sintiendo el aleteo de las mariposas en el estómago, parecido a un ligero vértigo que te embriaga pero que también trae una brisa suave, que siempre reconforta.

Sonreías igual que el primer día, con una sonrisa generosa y sincera, preciosa con ese vestido ligero que marcaba el contorno de tu cuerpo sin necesidad de más adornos,  y caminando con paso firme y seguro, como eres tú, te fuiste acercando hasta mí.

No. No nos fijamos el uno en el otro por necesitarnos. En este otoño de la vida, fuimos nosotros quienes elegimos empezar a recorrer juntos el resto de la travesía, a pesar de acumular a las espaldas cicatrices pasadas de historias con peores desenlaces.

—Del modo que tú quieras y al ritmo que tú quieras— te dije esperando y deseando simplemente que no te importara seguir avanzando y caminando a mi lado, sin preguntarnos ni exigirnos por ello nada más.

Y te fui viendo cada día un poco más, de todo lo que de ti me fuiste mostrando. Tu alma, tus sueños, tus miedos y tus recuerdos. Y tu capacidad casi infantil de ilusionarte por las cosas más sencillas. Y de esa mujer valiente, pero con alma de niña inquieta, me enamoré. Y me mostré ante ti desnudo tal como soy, y con todo lo que tengo, sin mentiras ni artificios. Y con eso fue suficiente.«

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Fragmento del relato «Y de repente», publicado en la antología «Ella y otros relatos románticos», de Ediciones Embrujo. Raquel Esteban Hernández.

Un adiós sin despedida

Cuando nos creíamos invencibles, llegó un enemigo invisible que nos detuvo sin preaviso.

Un virus repentino nos despojó de los más preciado que teníamos y que dábamos por hecho incuestionable, la libertad.

Y no contento con ello, nos arrebató a nuestros seres queridos, alejándolos de nuestro lado sin permitirnos el consuelo de ofrecerles nuestra compañía, nuestra cercanía.

Este virus, el 20 de marzo de 2020, me arebató mi madre. Se la llevó a la cama de un hospital donde no fue posible permitirme la entrada. Donde fueron otros, a quienes no lograré poner rostro, ni nombre, los que la acompañaron esos días, hasta que se fue, sola, para siempre.

No pude decirle adiós, ni decirle muchas cosas que a veces, año y medio después, aún se me atragantan.

Por eso, tuve que escribirle esta carta, para sobrevivir y sobreponerme a su pérdida.

Por eso, tuve que escribir «Un adiós sin despedida».

Decidieron publicarlo en la Antología «El Club de los Relatores». Agradezco que lo hicieran pues para mí, es el homenaje personal que humildemente puedo hacer a todos aquellos que no volverán y a todos los que, como yo, tuvieron que vivir su pérdida, sin decir adiós.

Por todos ellos, para todos ellos y con la sincera esperanza de que aún podamos aprender de esto.

El cuaderno de tapas rojas

Fue el 13 de marzo de 1984 cuando mi madre me regaló aquel cuaderno de tapas de piel rojas.

Recuerdo que al abrirlo, la suavidad de sus hojas de reborde dorado me cautivó.

De repente sentí, a mis siete años, la magia de imaginar que en esas páginas podría escribir cuanto quisiera…

A partir de ese día, empecé a escribir, sintiendo la libertad de hacerlo para mí, sin más propósito que el de crear y expresar, sin límites ni censuras.

Y no he dejado de hacerlo hasta hoy, cuarenta y siete años después.

He escrito lineas sobre mi vida y sobre mis sueños. Me he enamorado a través de mis versos. Me he despedido de mis ausencias. Y he creado los mundos que he imaginado y me han emocionado.

Crecí entre libros y entre ellos sigo encontrando sentido a muchas cosas.

Mientras sigamos siendo capaces de transmitir y viajar con la escritura y la lectura, todo será posible.